Aceites vegetales para encender lámparas
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Al son de: Anoushka Shankar con Alev Lenz, Land of Gold
Acudí por las palabras, y por la luz.
Me recibió un árbol,
“(…) un árbol bendito, un olivo que no es de Oriente ni de Occidente, y cuyo aceite casi alumbra aun sin haber sido tocado por el fuego.”
Antes de que la vegetofilia se convirtiese en mi profesión de facto, cuando aún seguía clases de botánica farmacéutica y prácticas de lectura para aprender a pronunciar bien zumo de naranja en árabe, me encontré con el árbol de la luz en una galería de arte.
El artista había escogido el famoso verso coránico de la luz, āyat an-nūr, y había creado una evocadora serie de obras en dorados y blancos, combinando caligrafía, geometría y color. Era la primera vez que me encontraba con el āyat an-nūr, y me maravilló reconocer a su protagonista vegetal: el olivo (Olea europaea).

Ocho años más tarde, un infinito en vertical, vuelvo a tropezarme con él en el nicho donde lo dejé —bueno, o casi: entre las páginas de las Mil & una Noches, en mi cuento preferido.
Pues este año cumplo un pequeño sueño: escribir un libro infantil sobre cuentos de hadas vegetófilos, que saldrá publicado el año que viene con la editorial A Fin de Cuentos. Y ¡no iba a dejar fuera a mi querido Alí Babá y los Cuarenta Ladrones!
(Aunque en realidad debería llamarse Morgiana y los Cuarenta Ladrones: sin ella, los hombres del cuento estarían totaaaalmente perdidos —o más bien muertos, y no habría cuento.)
Al ir a investigar los orígenes de la historia, descubrí que no forma parte del ciclo “clásico” de Scheherezade, sino que se incorpora a la traducción en francés preparada por Antoine Galland a principios del s. XVIII.
La ambientación del cuento es persa: “en un pueblo de Persia, en los confines de los estados de Su Majestad [el sultán] (…)”. Y deja que te haga notar un detalle que quizás te resulte sorprendente: Alí Babá es leñador, algo que pone de manifiesto un hecho ecológico —pues las regiones “persas” gozan de zonas climáticas y de vegetación muy distintas, desde desiertos achicharradores hasta densos bosques (sobre todo en unas pocas áreas junto al mar Caspio).
Sin embargo, no fue eso lo que más llamó mi atención al leer con detenimiento el original, sino la enorme importancia que tienen luz y oscuridad en el cuento.
Hay constantes referencias a amaneceres y atardeceres, a las sombras nocturnas que ocultan los secretos de los personajes y se convierten en sus cómplices —o en sus enemigos—.
Tras encontrar la cueva y haber cargado sus tres pollinos con riquezas, Alí Babá espera a que caiga la noche para regresar; tras descubrirlo, su hermano Cassim parte hacia la cueva del tesoro antes de que amanezca; Alí Babá recoge los pedazos de su hermano descuartizado por los ladrones y regresa al pueblo al caer de las sombras. La esclava de Cassim, Morgiana, va a buscar al zapatero para que cosa el cadáver de su antiguo amo antes de que salga el sol; el jefe de los ladrones, disfrazado como un comerciante de aceite, llega a propósito ante la casa de Alí Babá cuando anochecía para aprovecharse de la hora tardía y pedirle cobijo sin levantar sospechas.
Y, por supuesto, Morgiana descubre que los odres de aceite no son tales, sino el escondrijo de los ladrones que han venido a matar a su nuevo amo, cuando se le termina el aceite de la lámpara y va al patio a buscar combustible en los odres del falso mercader. Es noche cerrada, y la lámpara le proporciona luz en la cocina.
En un cuento lleno de secretos y engaños es imprescindible ocultarse de miradas indiscretas en la oscuridad; pero si las sombras son demasiado espesas, si no alumbramos lámparas para iluminarlas de alguna forma, los ladrones ganan.
La clave está en la luz de Morgiana.
Cuando la luz se desmaterializó
Hace unos meses insistí en cambiar todas las bombillas de la casa: las originales eran unas LED de luz blanca, fría, que no me gustaba nada, así que las sustituimos por LED amarillas, mucho más acogedoras.

Por pequeñeces como esta, y por mi afición a la fotografía, soy plenamente consciente de que existen distintos “tipos” de luz. A botepronto se me ocurren los fluorescentes con varias temperaturas, las bombillas con el hilito de tungsteno de la era pre-LED y pre-bajo consumo —bueno, también la luz de las velas… y pare usted de contar.
Sin embargo, al adentrarme en el cuento de Alí Babá empecé a reflexionar y a darme cuenta de lo mucho que se ha empobrecido nuestra percepción de la luz en los últimos decenios.
Para empezar, la pensamos como algo muy etéreo e inmaterial, y la clasificamos en categorías muy vagas: luz natural (del sol, luna y estrellas), luz artificial (en general, eléctrica; hogueras y velas también valen).
Y la luz eléctrica es estupenda, claro que sí, no me malinterpretes. Lo que pasa es que ha contribuido a esta “desmaterialización” de la luz, reduciéndola a un único sentido: la vista.
Ahora me preguntarás, peero… ¿y qué otros sentidos quieres que intervengan? Al fin y al cabo, los impulsos lumínicos sólo los registran los fotorreceptores (células sensibles a la luz) en nuestras retinas.
Y por una parte tendrás razón, pero por otra no.
Pues antes de la llegada de la electricidad, la luz era materia en llamas, y la combustión producía otros estímulos además del luminoso. Desprendía un olor concreto, por ejemplo, y emitía más o menos hollín, manchándote más o menos las paredes (y los pulmones) en función de qué estuvieses quemando.
Antes de la luz eléctrica, la noche suponía una limitación muy real, y la luz humana se declinaba de muchos modos distintos, tangibles… y vegetófilos.
La lámpara del genio—digoo, del aceite
Retrocedamos en el tiempo a una época en que las llamas del fuego estaban presentes cada noche, en cada casa.
Una hoguera de campamento o en una chimenea son estupendas para calentar y para cocinar; por desgracia, la luz que emiten no es adecuada para tareas que requieran una cierta precisión. Alumbran poco, tiemblan todo el rato… vamos, que no te dejan ver bien lo que estás haciendo (¿por eso las chimeneas serán románticas?).
La luz útil a la vista (para coser, para leer, para contar lentejas…) tiene que ser constante y lo más intensa posible. La llama debe arder sin que le den tembleques, alimentándose de combustible a un rimo tranquilo y sin sobresaltos. Y entre los artilugios que hemos inventado para que cumplan estos requisitos se encuentran las lámparas*.
*Estas no parecen ser una solución universal para resolver los problemas de iluminación; no he encontrado referencias a lámparas precolombinas en América, cuyas culturas empleaban sobre todo antorchas, p. ej. de pino.
La anatomía de una lámpara de aceite es muy sencilla: combustible + mecha + recipiente que contenga/sostenga ambos elementos.
Así pues, tres puntos donde los vegetales pueden intervenir.
Empecemos por el final: el contenedor. Si bien los más comunes suelen ser de terracota, habiéndolos también de cristal o de metal, ha habido plantas que asimismo han desempeñado esta función. Un ejemplo son los cocos (Cocos nucifera): en las procesiones del sur de la India se empleaban (¿se emplean?) lámparas hechas con cáscaras de coco.
Las mechas suelen ser de origen vegetal: las de algodón funcionan especialmente bien, aunque como es lógico, en Europa nos las tuvimos que apañar sin él durante muchísimo tiempo (pues las fibras textiles más comunes provenían del cáñamo, o del lino).
Y por último llegamos al protagonista de hoy, el combustible de la lámpara maravillosa, que puede ser de tres grandes tipos: mineral (p. ej. petrolio), animal (sebo, cera de abeja, grasa de ballena…), o vegetal.
Si nos fijamos en los combustibles animales y vegetales, estamos esencialmente hablando de una familia de moléculas orgánicas: los lípidos, entre los que se cuentan las famosas grasas. En el caso de las plantas, se tratará sobre todo de aceites vegetales (que no aceites esenciales, ojito. Hay diferencia). Sin embargo, no todos los aceites arden igual de bien, ni producen una luz de igual “calidad”.

Ha habido multitud de plantas cuyas grasas hemos empleado para alumbrar las sombras, distintas en función del lugar y de la geografía que consideremos. Las semillas del kukui o árbol candil (Aleurites moluccanus), por ejemplo, se empleaban en la Polinesia como lámparas antes de la llegada del queroseno, ya fuesen quemadas directamente, o extrayendo su aceite y llenando después recipientes en los que se introducía una mecha para prender.
Y, si bien ha habido aceites que se han destinado sobre todo a usos combustibles, en muchos otros casos la luz y el estómago entraban en competencia directa: el aceite podía emplearse para alimentar el fuego, o para alimentar a quienes se sentaban alrededor del fuego. En situaciones de abundancia oleosa, ningún problema; sin embargo, cuando hay que escoger, la luz pierde la partida —con todo lo que ello implica. Pensemos que algunas de las épocas oscuras de la historia podían ser literalmente oscuras, sobre todo durante las largas noches de invierno.
Al fin y al cabo, la luz tiene un coste.

La de nuestras bombillas se alimenta del mismo manantial eléctrico que los electrodomésticos, y las facturas no suelen desglosar nuestro consumo total en categorías (“tantos kW para lavadora, tantos para el horno, tantos para iluminación…”). Sin embargo, la contabilidad pretérita tenía muy en cuenta el aceite dedicado a las lámparas, que podía suponer un dispendio enorme.
Sabemos, por ejemplo, que la comunidad hebrea en El Cairo medieval dedicaba fondos para el mantenimiento de las sinagogas, cuyos principales gastos eran dos: reparaciones/ construcciones de los edificios, y… aceite para las lámparas. Si nos remontamos atrás en el tiempo, al Egipto ptolemaico del siglo III aC, cambian los cultos religiosos pero la esencia permanece: en un papiro contable dedicado exclusivamente al aceite de quemar, se precisan las notables cantidades empleadas en los templos de la región de El Fayum durante una serie de festivales (celebrados durante noviembre-diciembre).
Los dioses están sedientos de luz, ya sea en Egipto, en Judea o en la India, donde se celebra el Dîvapali (Dîwalî), pero son los mortales quienes costean el precio del aceite destinado a las llamas.
Pues si bien la luz puede considerarse divina, el aceite —a menudo vegetal— que la crea es muy terreno.
Por eso, tras dejar a los genios de la lámpara a un lado, me embarqué en un viaje tras los pasos de Morgiana: para saber más sobre qué plantas hemos convertido en luz, y quién podía ser el misterioso vegetal que iluminó su lámpara en el cuento…
El aceite que resultó ser una banda de ladrones
De buenas a primeras, el único requisito para pertenecer al club de las Plantas de la Luz en lámpara (¡Las Illuminate!) es que seas un vegetal oleaginoso: tienes que producir aceite.

Existen muchas plantas que empaquetan grasas en forma de aceite, sobre todo en sus semillas; no obstante, su extracción y purificación no siempre resultan prácticas, o bien sólo son rentables si el aceite muestra alguna propiedad beneficiosa que le dé un valor p. ej. medicinal o cosmético, y pueda venderse a un precio más elevado. Podemos extraer aceite de las semillas de las rosas o de las almendras de albaricoque, pero apenas los hemos empleado en nuestras lámparas, y por ello no pertenecen al club Illuminate.
Así pues, la cantidad de aceite que produce una planta y su facilidad de extracción son dos factores que influirán sobre su empleo (un tercer factor será, por supuesto, la tecnología, entendida como herramientas y procedimientos culturales que organizan nuestra interacción con el medio. Un ejemplo claro serían las prensas de aceite, pero también la domesticación y selección humana de variedades vegetales con mayor contenido de aceite).
En la mayoría de culturas eurasiáticas hemos podido escoger entre varias plantas oleaginosas para encender nuestras lámparas… y a menudo las hemos ordenado según nuestras preferencias personales —y, sobre todo, culturales.
En el Japón medieval, por ejemplo, la planta de la luz preferida era el egoma: Perilla frutescens, un pariente del romero y la salvia del que se obtiene un aceite perfectamente comestible —si las semillas se tuestan antes de machacarlas; en caso contrario, el aceite se ha venido destinando a usos no comestibles (como el alumbrado, pero no sólo: también se empleaba para impermeabilizar paraguas, ventanas, y demás elementos… ¡de papel!).

Al analizar una lámpara china hallada en una tumba de la dinastía Tang (fechada hacia el 901 dC) los restos indican que el combustible también era aceite de Perilla —curiosamente, mezclado con algún aceite esencial, quizás del ciprés Cupressus funebris: ¿una lámpara de aromaterapia?
La Perilla no es la única planta del club Illuminate en China, donde también podían quemarse p. ej. aceite de tung (Vernicia spp, p. ej. V. fordii) o de canola (Brassica napus), el más popular a principios del s. XX (al menos, en la región de Sichuán).
En la India los aceites más puros para quemar en las lámparas correspondían al de mostaza (Brassica spp) y al de sésamo (Sesamum indicum), pero también se empleaban otras plantas como el ricino (Ricinus communis) para el mismo cometido.
Al igual que varias especies del género Brassica (mostazas, colza, canolas y demás parientes), sésamo y ricino aparecen a menudo en las lámparas del área comprendida entre la India y el Mediterráneo.
Del sésamo hablaremos largo y tendido otro día, pero aquí baste decir que se considera originario de la India —donde fue domesticado como tarde en el tercer milenio aC—, y que se extendió con relativa rapidez a Mesopotamia, convirtiéndose en una de las principales plantas oleaginosas de la región (en el s. V aC, Heródoto comenta que el aceite de sésamo es el único que se emplea en Babilonia). De allí viaja hacia el Mediterráneo, la península arábica, África…
Pese a ser uno de los aceites preferidos para usos como la elaboración de perfumes (pues no se oxida con facilidad), también se empleaba para alumbrar, y no sólo en tiempos antiguos: en la Persia safávida (imperio que controló vastas áreas del medio oriente entre 1501 y 1722; por fin llegamos a Persia…) el aceite de sésamo servía para alimentar lámparas —junto con otros materiales que, en las zonas rurales, eran sobre todo de origen vegetal. Entre ellos tenemos a varias crucíferas (Brassica napus, Eruca sativa), ricino, adormidera (Papaver somniferum), melón (Cucumis melo; sus semillas contienen aceite), lino (Linum usitatissimum), alazor (Carthamus tinctorius, históricamente empleado como tinte pero en cuyas semillas también se esconde aceite), o incluso algodón.

Sin embargo, otro posible aceite de alumbrado en Persia provendría de un viejo conocido nuestro: el olivo.
El árbol de la luz
Más o menos a medio camino entre la ciudad de Shiraz y el golfo pérsico se encuentra el lago de agua dulce más grande de Irán: el lago Parishan.

Hace unos años se tomaron muestras de sedimento del fondo del lago, y se analizó la identidad y la cantidad de los granos de polen en cada estrato. Al analizar los resultados, despuntó el árbol de la luz, sobre todo en los niveles correspondientes al período aqueménida (enorme imperio fundado por Ciro el Grande hacia el 550 aC, y que duró hasta el 330 aC… cuando llegó Alejandro Magno) y al seléucida (el que vino después, helenístico y heredero del desmembramiento del imperio macedonio tras morir Alejandro).
Pues, si bien históricamente el olivo se ha considerado el árbol mediterráneo por excelencia —y, de hecho, está íntimamente ligado con las tradiciones agrícolas y religiosas de la región—, los últimos datos apuntan a que el olivo también se extendió hacia las regiones persas incluso antes de su domesticación, donde se cultivaba en determinadas zonas.
Curiosamente, el aceite de oliva no parece haber tenido particular relevancia en la gastronomía iraní, mientras que las aceitunas sí se comían; sin embargo, no sólo se cultivaban variedades de mesa, sino también para obtener aceite, que se empleaba para preparar jabones… y para quemar en lámparas.
¡Eureka!
Así pues, tras mucho preguntar e investigar, decidí que el aceite de la lámpara de Morgiana sería aceite de oliva: perfectamente plausible, y capaz de emparentar la luz del cuento con la luz preferida en el mundo mediterráneo.
❧ ¿Más sobre plantas y luz? Puedes leer Mil y una lámparas para la diosa: Diwali, fiesta de la luz.
❧ Si quieres que te avise cuando salga publicado el libro de cuentos vegetófilos, a principios del año que viene, ¡mándame un correo! Será un placer tenerte informad* ;)
Referencias & Recursos
+ Puedes leer el āyat an-nūr entero aquí (ES; busca el verso 35) o aquí (EN); ha tenido una importancia notable en la mística musulmana (eg entre las comunidades sufíes), llegando a dar nombre a una de las obras del filósofo y místico persa Al Ghazali, el Mishkat al-anwar (“El nicho de la luz”).
Curiosamente he leído un estudio que vería la impronta cultural del cristianismo (tal y como se conocía en tierras árabes en tiempos de Mahoma, claro) en este verso, algo atípico respecto al resto del Corán: Böwering, G. 2001. The Light Verse: Qurʾānic Text and Sūfī Interpretation. Oriens 36: 113-144. Información realmente fascinante.
+ Para una introducción técnica a las regiones boscosas de Irán, puede consultarse el documento publicado por la FAO An Overview of Ecological Potential and the Outstanding Universal Value of Forests Resources of I.R.Iran with respect to Climate Change, libremente accesible en línea aquí.
+ De lámparas: su anatomía, funcionamiento & historia:
– El texto más fascinante que he podido leer (a trozos, por desgracia) sobre las lámparas de aceite, su funcionamiento, los parámetros físicos y sensoriales que determinan la calidad de la luz en lámpara, y mucho más, es Wunderlich, C.-H. ‘Light and Economy: An Essay about the Economy of Prehistoric and Ancient Lamps’, capítulo del libro Lychnological news, recopilado por Laurent Chrzanovski (no ganará ningún premio al título más apasionante, lo sé; además, la “editorial” es un pequeño misterio: LychnoServices, de los suizos Chaman Atelier Multimedia… pero no logro encontrar su web. Un poco raro). Está entre las págs 251-263.
– Asimismo, una interesante hipótesis sobre la importancia del combustible (su calidad) sobre la forma de la lámpara es el objeto de estudio de la tesis de David Arthur Douglas en 2001, The Development and Demise of the Early Bronze Age IV, Near Eastern Oil-lamp por la Commonwealth Open University. (El aceite ‘bueno’, por cierto, sería el de oliva; el ‘peor’, el de pescado y otras grasas animales).
+ Referencias a antorchas precolombinas en Moyes, H. ‘Charcoal As a Proxy for Use-Intensity in Ancient Maya Cave Ritual’, en Fogelin, L. (ed). 2008. Religion, Archaeology, and the Material World. Center for Archaeological Investigations, Occasional Paper No. 36: 139-158.
+ Sobre el coco como contenedor-lámpara, Aiyappan, A. y Jayadev, C. J. 1957. Oil Lamps in South India. Man 57: 48.
+ Del kukui o árbol candil, un resumen se incluye en Prance y Nesbitt (eds). 2005. The Cultural history of plants. Routledge.
+ De los aceites quemados por la comunidad hebrea del Cairo medieval en sus sinagogas, véase Gil, M. 1975. Suplies of Oil in Medieval Egypt: A Geniza Study. Journal of Near Eastern Studies 34, (1): 63-73.
+ La información sobre la contabilidad de aceite de quemar en una finca del Egipto ptolemaico: Westermann, W. L. 1924. Account of Lamp Oil from the Estate of Apollonius. Classical Philology 19 (3): 229-260.
En él se explica FATAL de dónde vienen los papiros estudiados, pero aquí lo cuentan de forma muy clara.
Del Club Illuminatey sus integrantes:
+ En Japón, las aventuras de la Perilla frutescens (egoma) como principal protagonista del comercio en aceite para lámparas está en Gay, S. 2009. The Lamp-Oil Merchants of Iwashimizu Shrine: Transregional Commerce in Medieval Japan. Monumenta Nipponica 64 (1): 1-51.
+ En China:
– La presencia de P. frutescens en la lámpara china hallada en una tumba de época Tang (para más señas, en el distrito de Lin An, provincia de Zhejiang), está en: Wei et al. 2015. Characterization of Tang Dynasty lamp oil remains by using pyrolysis gas chromatography and mass spectrometry. Journal of Analytical and Applied Pyrolysis 116: 237–242.
– El uso de aceite de canola en China proviene de Adshead, S. A. M. 1997. Material Culture in Europe and China, 1400-1800: The Rise of Consumerism. Springer: 170. También se mencionan los aceites de ground nut(¿cacahuetes?), wood oil(¿alguna resina elaborada?), opio, semilla de algodón, camelia, ricino y lino.
Asimismo el libro contiene una sección dedicada por entero a la luz (págs. 162-171), con interesantes reflexiones sobre las culturas de luz en China vs Europa (la primera, con centros de poder más al sur, por tanto con mayor cantidad de horas de luz diarias; menor importancia de luz artificial. La segunda, con centros de poder en regiones con mucha menos luz natural durante el invierno, y donde la luz se convirtió en un “bien de consumo” importantísimo).
– Uso del aceite de tung como combustible para lámparas (entre otras cosas), en Chiang-kwoh, Y. 1943. The Tung Region of China. Economic Geography 19 (4): 418-427.
+ En la India:
– Uso del aceite de ricino (Ricinus communis), en: Krishna N. y Amirthalingam, M. 2014. Sacred Plants of India. Penguin Books: 105. También se menciona, obviamente, el sésamo (pág. 141).
– Uso del aceite de mostaza (distintos tipos de Brassica, sobre todo B. nigra, B. juncea y/o B. hirta; todo esto, lo confieso, según Wikipedia) y de sésamo en Kumar, A. 2015. Cultures of lights. Geoforum 65: 59–68.
Del sésamo hay varias publicaciones interesantes, pero para cuestiones de iluminación hoy basta citar a Bedigian, D. 2004. History and Lore of Sesame in Southwest Asia. Economic Botany 58 (3): 329-353.
+ Tras dar muchas vueltas y preguntar a varias personas que saben de Persia y de plantas (Laura Castro de Las Plumas de Simurgh, Mariam Gracia Mechbal del CSIC), terminé encontrando una lista de combustibles vegetales empleados en la Persia Safávida en la Encyclopedia Iranica Online, aquí.
+ De olivos en Persia:
– El artículo original sobre los hallazgos en el Lago Parishan es Djamali, M. et al. 2015. Olive cultivation in the heart of the Persian Achaemenid Empire: new insights into agricultural practices and environmental changes reflected in a late Holocene pollen record from Lake Parishan, SW Iran. Veget Hist Archaeobot, DOI 10.1007/s00334-015-0545-8.
– El paper de reciente publicación sobre la migración y diferenciación de Olea europaea desde el Mediterráneo hasta Irán antes de la domesticación del árbol, en Mousavi, S. Et al. 2017. The eastern part of the Fertile Crescent concealed an unexpected route of olive (Olea europaea L.) differentiation. Annals of Botany 119: 1305–1318, doi:10.1093/aob/mcx027.
– En él se hace referencia a la inscripción de varios olivos como monumentos nacionales iraníes, pero no he podido verificarlo (porque imagino que las noticias donde lo anuncian están en farsi…). Sí encontré una referencia a un olivo de 700 años inscrito en el registro de Natural Heritages del país en 2016 (junto a muchos otros árboles; EN).
– El empleo de aceite para hacer jabones y quemar en lámparas —pero no para comerse—, en el artículo de la Encyclopaedia Iranica Online correspondiente al olivo, aquí (EN).
– Información actual sobre olivicultura iraní, aquí (EN).
Ilustraciones
La fotografía de base de la cabecera del artículo me la cedió muy amablemente Maria Luisa Diana (grazie mille carissima!).
La ilustración de Alí Babá y los Cuarenta Ladrones proviene de algún libro del s. XIX de Las Mil y una Noches… en estos momentos se me ha traspapelado la referencia T-T pero si la necesitas, avísame y te la busco…
El mapa está sacado de Google Maps, evidentemente ^^;;
El resto son todas de una servidora :) Si quieres emplear alguna, hazlo sin problemas: ¡basta que indiques autoría, y añadas un enlace a imaginandovegetales.com, o ainaserice.com!
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