Capítulo #07 del podcast La Senda de las Plantas Perdidas
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Son hijos de las aguas que corren por sus ramas flexibles. Son amigos de las abejas, que liban el néctar de sus flores en primavera, y amigos de la humanidad, que lleva milenios apreciando su versatilidad.
Los Salix han sido material para cestos y esteras —pero también material para nuestra imaginación, que los ha visto como varitas con poderes mágicos, como metáforas poéticas para hablar de la mujer deseada, o incluso como árbol blanco que crece en el jardín del Hades.
Nos revelaron los secretos para elaborar aspirinas (¿pero de qué les sirve a ellos sintetizar aspirina?), y para delimitar y enriquecer los jardines flotantes-que-no-flotan mexicanos, las chinampas.
Tan importantes como —a menudo— desconocidos. Si quieres saber un poco más sobre ellos, este es el momento…
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«Por el río Jordán pasaréis / Por el monte Oliveti entraréis / El cuchillo de la cachas negras me buscaréis / Por la muelas de Barrabás y Satanás lo amolaréis / Tres varicas de mimbre negro me cortaréis / Tres clavos, sean los en el corazón de Fulana / Y el otro en la cabeza / Para que siempre se acuerde de mí».
Muy buenas, y muchas gracias por acompañarme en La Senda de las Plantas Perdidas, un podcast etnobotánico donde dar voz a nuestras historias de amor (y desamor) con un reino tan fascinante como esencial: el reino vegetal.
Soy Aina S. Erice, bióloga y escritora, y nos acercamos cada vez más al final de esta temporada del podcast: en nuestro camino de regreso, estamos a punto de adentrarnos de nuevo en la esfera familiar de campos y huertos domesticados. Pero antes, tenemos que atravesar otra vez el río, y nos vamos a manchar un poco los zapatos antes de cruzar, porque la orilla se ha convertido en un pequeño lodazal… y entre el barro se yerguen las siluetas de los protagonistas de nuestro capítulo de hoy.
Esta imagen podría describir la orilla (o algún tramo de orilla) de los ríos de prácticamente todo el mundo, porque las plantas de este género botánico crecen en todas partes (bueno, antes en Oceanía no, pero se introdujeron en Australia y Nueva Zelanda y se lo pasan en grande por ahí, haciendo de las suyas).
Se trata de los Salix: sauces, sargas, mimbreras y similares.
Resulta difícil decir algo que les calce bien a todos, porque son más de 300 hermanos dentro de este género, y mientras algunos alcanzan los 25 metros, otros no levantan más de unos pocos centímetros del suelo.
En general, si eres sauce, eres un amante de la luz y del agua, que adopta una estrategia de pionero vegetal: apenas se abre un espacio disponible (ej. por una riada), los sauces se las apañan para llegar antes que nadie, y ocuparlo a toda pastilla (bueno, a ver: todo lo deprisa que se pueda teniendo en cuenta que eres un árbol). Pero como contrapartida, como (casi) todas las cosas hechas deprisa y corriendo, la madera de sauce es ligera y de “baja” calidad si lo que buscas es algo denso y duro, como la madera de enebro o fresno.
Pero… ¿quién quiere ser fresno rígido, cuando puede ser mimbre flexible?

Lo que conocemos como mimbre ¡son un montón de especies de Salix distintas! No todas sirven igual de bien, ojo, que las hay más quebradizas, pero en líneas generales, si es Salix, las probabilidades de que sus tallos jóvenes sean flexibles son elevadas.
Quizás ahora nos parezca algo anecdótico, pero la cestería de mimbre quizás fuese una de las primeras actividades de artesanía vegetófila en que nos embarcamos como especie, empleándolo solo o en combinación con otros elementos vegetales.
Las varas de mimbre las hemos obtenido sobre todo de sauces de porte arbustivo (como Salix fragilis o S. purpurea , y doy fe de lo estupendamente flexibles que son sus ramas para trenzar coronas!), pero también de especies que, dejadas a su aire, tienden a subir y convertirse en árboles (como el sauce blanco, S. alba, en Europa, o S. humboldtiana en América). Pero para ello tienes que gestionarlos de un modo particular, a través de una técnica conocida como desmochado, y cuyo resultado todos tenemos muy presente… ¿Te suena el Sauce Boxeador de la serie de Harry Potter? Pues bien, la forma que tiene es la típica de un sauce trasmocho, o sauce cabezudo, caracterizado por ese tronco ancho que termina en una sección engrosada, a partir de la cual surgen una infinidad de ramillas jóvenes y delgadas. Esa forma se ha obtenido a lo largo de años de podar el sauce siempre a la misma altura, estimulando el crecimiento de las yemas jóvenes en la base del corte, con lo que se obtienen renuevos flexibles de forma regular e indefinida, si cuidas bien a tu sauce. Y eso que suelen ser árboles de vida corta*!
*La abuela sauce de Pocahontas era sólo abuela, porque es raro que haya bisabuelas o tatarabuelas entre los Salix… es lo que tiene ser pionero veloz: que quemas cartuchos muy deprisa y vives intensamente, pero poco, comparado con un enebro…
Ahora, sospecho que la Rowling colocó a un sauce en Howgards, y no un chopo o un roble, no tanto por su significado, sino más por cuestiones sonoras (en inglés es the Whomping Willow, mucha aliteración sonora), aunque la verdad es que le salió redondo, porque en Occidente los sauces se asocian a la luna, a la muerte, y a la magia desde hace muchos siglos…
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Si ya hace años que me conoces, entonces sabes de mi extraña obsesión con la varitología comparada, y todo lo que tenga que ver con la antropología y etnobotánica de los palitos y varitas que hemos considerado mágicos a lo largo de la historia.
En los orígenes míticos de la varita en Occidente quizás recuerdes que está la maga Circe, personaje inquietante de La Odisea homérica que transforma a los compañeros de Ulises en cerdos. Circe está dotada de una varita, o rhabdos, y esta palabra en griego no significa un palito cualquiera, sino que se refiere a un palito flexible…

Y, aunque Homero no lo dice explícitamente, el palito flexible por antonomasia es el de sauce, árbol que por cierto aparece creciendo en el jardín de la reina del inframundo, Perséfone.
No sé hasta qué punto pueden estar relacionadas ambas cosas, pero lo cierto es que, escarbando en cuestiones salicáceas, me tropecé con un conjuro amoroso del s. XVI, cuyas palabras exactas has escuchado al principio del capítulo… y mencionan precisamente varas de mimbre, mimbre negro (que podría ser una figura literaria, o varas de una mimbrera concreta que suele tener las ramas jóvenes muy oscuras, como Salix triandra).
Será o no será, pero resulta curioso que en la España del s. XVI aparezcan estas «rhabdos» negras para conjurar amores, ¿no te parece?
Entonces, a los sauces se les pegan toda una serie de connotaciones algo sobrenaturales, lunares, oscuras… oh, y femeninas.
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Infinitas son las hojas que la primavera despierta, innumerables las ramas que tiemblan al alba; puedan o no amar los sauces, no hay momento en que no dancen.
Estos versos chinos del s. IX (de los tiempos de la dinastía T’ang tardía), que podrías pensar ingenuamente son una oda a la belleza de estos árboles, no están protagonizados por sauces —al menos, no del todo. Detrás de la imagen del sauce se esconde otra cosa, que no es otra que La Mujer Bella.
China es la cuna de la biodiversidad Salix-iana, y han desarrollado un riquísimo corpus poético y literario alrededor de sus sauces, como símbolo de la primavera (algo que también pasa en Japón, por cierto), y más adelante, identificándola con lo femenino hasta el punto de que, durante la dinastía T’ang, estos árboles se convirtieron en algo así como el símbolo que identificaba a las cortesanas más bellas de las capitales del momento, y se carga de toda una serie de connotaciones más bien, ehm, subidas de tono, en relación con el mundo de los burdeles y las prostitutas.
(A Perséfone le daría un soponcio. Bueno, o no, no lo sé.)

Es curioso que la metáfora que compara la cintura femenina con una vara de mimbre se dé no sólo en China, sino también, por ejemplo, en las canciones populares de varios pueblos de la península ibérica. Parece que la vara flexible que se trenza, se curva y abraza, es emblema de lo femenino tanto en Oriente como en Occidente. Y yo supongo, aunque no estoy segura de ello, que la especial relación que tienen los sauces con las aguas también ha podido contribuir con su granito de arena…
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Las aguas, elemento tradicionalmente ligado a la esfera femenina, participan del mismo carácter dual y ambivalente que podemos atribuir a “La Naturaleza” (así, en mayúsculas y entre comillas).
Por un lado, las necesitamos desesperadamente para vivir, y no ha habido civilización que no haya buscado ríos a cuya orilla establecerse. Por otro lado, las aguas no son siempre mansas, o cómodas. Y ya no hablo solamente de inundaciones o riadas; pantanos, humedales y charcas no sólo son un hervidero de biodiversidad, sino también de potenciales enfermedades cuya importancia histórica conviene no subestimar.
La malaria no es una broma, y hasta hace poco la teníamos aquí mismo.
En el pensamiento de un campesino del siglo pasado, las aguas traen las fiebres; poniéndome en su lugar, es normal que sus ojos se fijasen en plantas como los sauces (que no sólo viven sino que prosperan de maravilla en este tipo de ambiente “malsano” y febril), y pensasen que aquellos árboles y arbustos debían de conocer algún secreto para apañárselas tan bien.

Aunque si pasamos este razonamiento por el cedazo de la lógica científica, nooo se aguanta del todo… lo cierto es que sí acertó en sus conclusiones; los sauces sintetizan, efectivamente, compuestos como la salicina, cuyo derivado más famoso es el ácido acetilsalicílico de nuestras aspirinas (que toman nombre, por cierto, de otra planta que también sintetiza salicina, pero distinta del sauce, la Spiraea).
Este descubrimiento no es algo exclusivamente occidental ni mucho menos: en China también se empleaban los sauces contra las fiebres, igual que las hojas de Salix humboldtiana en Latinoamérica (uso que me consta, por ejemplo, entre los guaraníes del Chaco boliviano).
Entonces, la salicina y sus moléculas derivadas (como el ácido salicílico) tienen un efecto antiinflamatorio y antipirético, esto es, que bajan la fiebre, en humanos.
Pero… ¿de qué narices le sirve a la planta?
Porque de algo le tiene que servir, y más aún teniendo en cuenta que, al parecer, estas moléculas aparecen en muchas otras plantas (si bien no a los niveles de los sauces). Lo que está claro es que las plantas no tienen fiebre, ni tampoco padecen de reúma, así que… ¿de qué le sirve una aspirina a un sauce?
Pues… curiosamente, por lo visto también ayuda a la planta a protegerse y vivir mejor: actúa como una señal que moviliza y regula las respuestas de defensa vegetal cuando la pobre tiene que enfrentarse a patógenos, pero también a situaciones de estrés*.
*como una sequía, o un suelo cargadito de metales pesados que no le terminen de sentar bien al sauce en cuestión, por decir unas pocas.
No se mueren, sino que capean el temporal en muchos casos, y de hecho la habilidad de los sauces para crecer en suelos contaminados y funcionar como pequeñas aspiradoras de metales, que acumulan en sus tejidos, es un superpoder que estamos aprovechando precisamente como arma de biorremediación para sanear terrenos.
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Podríamos seguir hablando horas y horas de los sauces y de algunos de sus miembros más destacados, de los sauces llorones (Salix babylonica, que de Babilonia no tienen nada porque son chinos, y que sobrevivieron a la bomba atómica de Hiroshima), o de las increíbles galletas de carbón de sauce (que sí, eran galletas para consumo humano… ¿a que suenan deliciosas?…).
No lo haré porque me alargaría demasiado, pero no puedo irme sin antes hablarte de un sauce un poco especial, al que le tengo sumo cariño.
Me refiero al ahuejote, Salix bonplandiana, y a su papel en un sistema agrícola muy particular que se desarrolló en la Mesoamérica de los tiempos aztecas, y que aún sigue viva en México: las chinampas.
Ya he escrito largo y tendido sobre ellas (y sobre su nula flotabilidad, aunque sigan escribiendo sobre ellas como “jardines y huertos flotantes de los aztecas”: una imagen muy romántica, y muy incorrecta también). Pero hoy quiero destacar el papel de los árboles que, con sus raíces de sauce, son capaces de estabilizar los bordes de estas parcelas, especialmente vulnerables a la erosión porque están constantemente en contacto con canales de agua. Las chinampas se estabilizan en sus márgenes con varas y troncos de ahuejote, que suele crecer derecho y que cumple múltiples funciones en el ecosistema chinampero: no sólo sirve para evitar que el agua se lleve la tierra de la parcela, sino que también proporciona combustible, así como material de construcción e incluso varas “mimbreras”, para hacer utensilios como cestos y canastos.
Según leo, en Ciudad de México hay unas 21.000 chinampas; de todas ellas, sólo unas 2.000 están activas.
Más allá de la idea romántica del jardín flotante, el paisaje chinampero es un sistema de producción tremendamente ingenioso, que forma parte del Patrimonio Agrícola Mundial, y que sigue resistiendo, si bien a duras penas, las andanadas de los males modernos más clásicos: desarrollo urbano o una calidad de aguas bastante, ehm, mala. Y ahí están los ahuejotes, resistiendo en primera línea y defendiendo sus huertos agarrados al terreno. Generosos como pocos tanto de raíz como de rama.
Desde aquí les deseo larga vida a los ahuejotes, y larga vida a las chinampas y las personas que cuidan de ellas.
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Y hasta aquí nos ha llevado la senda de hoy, que me ha hecho recordar un encuentro que tuve el pasado otoño en un pueblecito de las montañas.
Paseando por sus callejuelas empedradas nos tropezamos con un artesano que tenía expuestos un montón de objetos de espadaña y de mimbre. Lámparas, cestos, marcos de espejo… al final nos llevamos una pequeña cornucopia de mimbre, que hoy está colgada en la pared y llena de ramas secas.

Al cabo de unos meses, se le sumó una cesta de mimbre y tiras de caña, preciosa.
Ahora nunca voy a coger naranjas en bolsa: es infinitamente más satisfactorio ir llenando la cesta, y escuchar los pequeños suspiros y murmullos del mimbre a medida que vas cargándola, haciéndote compañía. Pienso que si no sostenemos y abrazamos los saberes artesanos como los sauces convertidos en cestos abrazan la fruta madura… nos quedaremos sin. Y sería una verdadera pena.
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Y colorín, colorado, este saucedal hemos cruzado!
Más cosas saldrán en redes estos días, en Facebook y, quizás, en Instagram (que espero revivir un pelín durante los próximos meses!), donde me encuentras como @ainaserice. Ah! Y si quieres saber un poco más sobre las chinampas, puedes encontrar el artículo que les dediqué en este blog (donde entre los más de 100 artículos publicados, hay varios sobre maderas de varita mágica, pero eso es otra historia…).
[Obviamente, también aparece en El libro de las plantas olvidadas, en la sección sobre La memoria de las aguas ;)]
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Los campos rubios de cereal surmuran su bienvenida al vernos aparecer por el camino. Con una mezcla de alegría y nostalgia, a nuestras espaldas quedan los mundos de aventura y misterio, y nos adentramos, poco a poco, en lo familiar. Y al borde del camino despuntan aquí y allá las hojas cenicientas de la siguiente planta lunar que protagonizará nuestro próximo capítulo.
Esta también es muy, muy fácil de adivinar, así que con otras dos pistas deberían bastar… la siguiente es: amargura.
Y la última: Van Gogh.
Si se te ocurre de quién estoy hablando y quieres compartirlo…
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Y dicho esto, no me queda más que agradecer a sauces y mimbreras su abrazo flexible, agradecerte a ti la compañía, desearte un feliz día…
¡y que la clorofila te acompañe!
{Agradecimientos especiales a: Cristina Llabrés y Evaristo Pons por la música, y a Mabel Moreno por el diseño del logo <3}
Te agradezco la dedicación, por favor, no pares, no todo en biología es tan cuadrado como la ciencia y tu discurso hace gala de ello.
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Gracias a ti por apreciarlo! :D de momento sigo jajajaja (porque los cuadrados científicos están bien, pero cuando se combinan con otras disciplinas personalmente me resultan incluso más entretenidos!)
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