Capítulo #11 del podcast La Senda de las Plantas Perdidas
[~ 12 minutos de lectura]
[Emitido el 14.11.19] | Abrir el podcast en una ventana nueva o Descargar
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Funestos, aciagos, sombríos.
Si los cipreses hablasen, me gustaría preguntarles algo así como “¿Qué hace un árbol tan majo como tú con una reputación como esa?”
Pero no termina todo en sus connotaciones funéreas; árboles de luz, vida y bienvenida, los Cupressus (y la recua de primos con los que guardan razonables parecidos) tienen una larga e interesante historia que vale la pena contar.
Perfumes y afeites, maderas inmortales, ciervos y cementerios (¿y, quizás, obsesiones fálico-arbóreas?)… ¿te animas a emprender la senda de hoy, a la sombra —no siempre alargada— del bello ciprés?
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Las mujeres escitas componen para sus afeites una especie de emplasto: preparan una vasija con agua; raspan luego un poco de ciprés, de cedro y de palo de incienso contra una piedra áspera, y de las raspaduras mezcladas con agua forman un engrudo craso con que se embadurnan el rostro y aun todo el cuerpo. Dos ventajas logran con esto; oler bien, cualquiera que sea su mal olor natural, y quedar limpias y relucientes al quitarse aquella costra al día siguiente.
Muy buenas, y muchas gracias por acompañarme en La Senda de las Plantas Perdidas, un podcast etnobotánico donde dar voz a nuestras historias de amor (y desamor) con un reino tan fascinante como esencial: el reino vegetal.
Soy Aina S. Erice, bióloga y escritora, y hoy vamos a explorar fronteras: pues los protagonistas del capítulo de hoy son árboles liminales, es decir, que moran en el linde que separa los huertos del mundo exterior de campos y bosques; pero también orlan, por ejemplo, los bordes de los caminos y avenidas que hemos querido marcar, pudiendo verse a distancia. Y, sobre todo, en Occidente enraízan en el linde que separa el mundo de los vivos, y el de los muertos.
Quizás hayas adivinado ya de quién hablo: de los cipreses, que en sentido botánico estricto corresponden al género Cupressus, y más concretamente a la especie Cupressus sempervirens, la única que conocimos en el Mediterráneo durante mucho tiempo: cuando los antiguos griegos o romanos hablan de “ciprés” (bueno, kyparissos o cupressus), se refieren a éste.

Al igual que sus parientes los enebros, que salieron en el podcast hace unos cuantos capítulos, los cipreses tienen hoja perenne (por algo se llama sempervirens*…), y son lo que en biología llamamos gimnospermas, plantas sin flores verdaderas —y, por tanto, sin frutos verdaderos. (Bueno, es un pelín más complicado que eso, pero por ahora acéptame pulpo como animal de compañía, y tiremos adelante…).
*La palabra proviene de semper (“siempre”) + virēns (“verde, floreciente”); aplicado a plantas, se refiere a plantas de hoja perenne, pero también tiene la connotación de «siempre floreciente, vigoroso».
Cualquiera que haya visto un ciprés sabe (y si no, yo te lo recuerdo) que sus hojas parecen escamas que recubren, como una cota de malla, las ramitas del árbol; y que saca unas piñuelas duras que llevan dentro las semillas aladas de la planta. Sin embargo, siento decirte que la sombra del ciprés no siempre es alargada: en su hábitat natural, de hecho, los cipreses tienen copas más bien desgarbaditas, y fuimos nosotros los responsables de que se alargasen (o al menos de que se mantuviesen alargados). Pues los cipreses con silueta de lanza son sólo un grupo de cultivares, el grupo Stricta, cuya forma los humanos escogimos cuando aparecieron por casualidad en la naturaleza, e insistimos en sembrar y perpetuar porque, por algún motivo, nos gusta.

Es curioso que hay quien apunta que los cipreses-lanza han ejercido una cierta fascinación fálica, así que no sé si ¿quizás ese sea el motivo…?
Antes de continuar, sin embargo, un apunte botánico importante: hay mucho “ciprés” suelto en nuestro vocabulario, como el ciprés de Lawson, el ciprés de Cartagena, el de Monterrey, el japonés… y muchos de ellos (por no decir casi todos) no son hermanos de Cupressus sempervirens sino primos muy estrechos (aunque en algunos casos esta es una clasificación reciente). Como no son cipreses en sentido estricto, no les regalaré el protagonismo hoy, pero… como son cipreses en el hablar popular, y teniendo en cuenta que los hay que son muy interesantes, ¡tampoco voy a ignorarlos, pobres!
Pues el carácter a menudo fluye en todos los miembros de una familia, y en el caso de las cupresáceas este carácter me parece fascinante…
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“Testarudo, desprovisto de fruto, de carácter difícil”.
Así lo describía mi romano enciclopédico de cabecera, Plinio el Viejo, en su Historia Natural, escrita en el primer siglo de nuestra era.
(Definirlo como “desprovisto de fruto” es botánicamente correcto, pero es una casualidad absoluta porque Plinio no tenía la menor idea de esto: para los antiguos esta descripción significaba que una planta no daba fruta comestible, como los sauces o los olmos, que sí dan fruto, pero seco e incomible.)

No son palabras muy halagüeñas las de Plinio, pero el ciprés tenía un as en la manga, un truco para hacerse querer: su madera. Al igual que sucede con sus primos los enebros, el ciprés echa leño resinoso, de lento crecimiento y enorme resistencia al ataque de insectos y al paso del tiempo.
Por eso no sorprende tropezarse con menciones a la madera de ciprés en construcciones monumentales, como el palacio en Nínive del rey asirio Sennacherib; o el templo de Diana en Éfeso (actual Turquía): las puertas de este templo, considerado una de las 7 maravillas del mundo antiguo, eran cipresinas. Y cuando Platón escribe su diálogo Las Leyes, y habla de escribas anotando transacciones que deben poder ser consultadas en el futuro, los imagina escribiendo sobre tablillas de ciprés.
Una madera aparentemente eterna también resulta práctica para realizar estatuas de divinidades, y tenemos constancia de varias tanto en la antigua Grecia como en Roma: tanto de Zeus como su epónimo romano Júpiter, de Juno (divina y malhumorada consorte de Júpiter…), o incluso de Orfeo.
Pero además de su durabilidad, el leño de ciprés también se apreciaba por su perfume, y se empleaba como madera fragante para quemar en contextos rituales; entre los griegos, se cuenta que Pitágoras declaró que los dioses deberían honrarse con cedro, laurel, ciprés, roble y arrayán. En cambio, parece que otras culturas podían darle un uso más profano, como los escitas. A ellos se refería el principio de este capítulo, sacado de un fragmento de las Historias de Heródoto (fragmento que, por cierto, es bastante conocido en algunos círculos porque justo antes de mencionar las costumbres higiénicas de las mujeres escitas, Heródoto habla de los baños de vapor purificadores, con semilla de cáñamo, oséase, marihuana… algo que, por algún motivo, tiene más gancho mediático que los emplastos de ciprés).
Es curioso que, entre las prohibiciones pitagóricas que nos han llegado, esté la de no usar madera de ciprés para hacer sarcófagos, un empleo que aparece mencionado en el mundo antiguo, y que nos invita a considerar esas tendencias liminales del ciprés desde otro punto de vista, de sobras conocido…
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La relación entre los cipreses y la muerte es un fenómeno curioso, y que no es tan evidente como podría parecer a primera vista. Sí, hoy los pobres cipreses cargan con el sanbenito de ser árbol de cementerio, y la gente les tiene un poco de manía por esa asociación, algo injusto (en mi opinión) y algo que también pone de manifiesto el enooorme peso que puede tener una conexión simbólica más o menos arbitraria.

Porque sí, es arbitraria. El ciprés no estaba genéticamente destinado a convertirse en árbol de funeral adonde quiera que fuese (o al menos no más que cualquier otra gimnosperma de características parecidas: no es, ni de lejos, el único árbol de hoja perenne, madera perfumada, con capacidad para adoptar formas alargadas, además de —como dirían los antiguos— “desprovisto de fruto”).
Para Homero, por ejemplo, el ciprés no era palo de cementerio (mientras que otros árboles sí); parece que fueron sobre todo los romanos quienes le colocaron el cartel de “árbol de luto”, y empezaron a considerarlo un árbol especialmente funesto. Plinio el Viejo cuenta que era árbol consagrado a Plutón, dios del inframundo, y que se colocaba en la puerta como señal de duelo; y si hojeas algunas obras de autores como Séneca u Horacio, es posible que te tropieces con menciones al ciprés como parte del “decorado” en escenas que tienen que ver con brujas, necromancia, y hierbas parecidas.
Y se le quedó la fama de árbol de camposanto, hala. Y es curioso porque no sólo en Occidente y en el cristianismo, sino que también en Oriente abunda en cementerios islámicos como parte de esa flora fúnebre, por ejemplo en Turquía, donde se dice que era costumbre plantas un ciprés por cada féretro enterrado en los cementerios.
Como no podía ser de otro modo, Ovidio, ese gran cronista de las transformaciones míticas de personas en plantas o animales, incluyó una historia dedicada al ciprés, que siempre me ha parecido un poco rara, si lo piensas, aunque teniendo en cuenta que muchos queremos a nuestros animales de compañía como si fuesen seres humanos… pues tiene su qué, supongo.

Porque, resumiendo mucho, Ovidio cuenta que Cipariso era un jovenzuelo que tenía un ciervo al que quería con locura, casi literal, porque cuando lo mató sin querer le dio una pena tan grande, que quiso morirse, y los dioses lo convirtieron en un ciprés. No me extiendo, porque espero que un día los chicos de Por la Grecia de Zeus se animen a contarlo con pelos, hojas y señales, pero bueno, ya ves que, según Ovidio y tomado en plan metafórico, el ciprés está en duelo por el reino animal y su muerte injusta a nuestras manos.
Un árbol muy moderno para los tiempos que corren…
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El Cipariso griego se convirtió en Cupressus romano, y de ahí que las trece especies de cipreses “verdaderos” se apelliden Cupressus, y no Ciparisus… pero. Ciparisus no ha desaparecido del mundo científico, y te lo vas a encontrar en los nombres científicos de plantas que se parecen mucho a los Cupressus, y que, de hecho, a menudo llamamos “cipreses” (esos de los que te había hablado en la introducción de este capítulo).
Un ejemplo clarísimo son los primos americanos Hesperocyparis, como las arizónicas ornamentales que sembramos que son H. arizonica, y que hasta hace relativamente poco se consideraban parte de la hermandad Cupressus. Entre los indígenas norteamericanos hay varios Hesperocyparis que se empleaban para combatir catarros y tos, por sus propiedades antitusígenas (que el ciprés común también tiene, por cierto, y que me irían de perlas en estos momentos).
Otros primos que tienen a Cipariso en el nombre son los Chamaecyparis, un grupo de árboles que viven en América… y en el extremo Oriente. Entre sus filas se cuentan los llamados “cipreses japoneses” o hinoki, Chamaecyparis obtusa; esos son muy conocidos por ser, junto otro árbol de la misma familia, los árboles predilectos en Japón para un montón de cosas.
Por una parte, abundan en recintos sagrados (ya sean budistas, shintoístas, o ambas cosas); pueden alcanzar alturas impresionantes, y como buenas cupresáceas, tienen una madera estupenda para la construcción de edificios u elementos que deben resistir los embates del tiempo. Estos pueden ser profanos (como un castillo; un ejemplo que me viene a la cabeza y que emplea madera de hinoki para algunos de sus pilares es el castillo de la garza blanca, en Himeji). Pero también pueden ser edificios de carácter sagrado, como el templo de Ise, complejo de santuarios shintoístas dedicado a la diosa del sol Amaterasu, y que se reconstruye cada 20 años. Para ello se emplean ejemplares de hinoki que han sido seleccionados con este propósito, y que crecen tanto en los bosques del recinto, como en otras plantaciones.
Estos árboles que llevan a Cipariso en el nombre sin ser Cupressus, pueden alcanzar los 40 metros de altura, y sus hojas en forma de escama recuerdan, efectivamente, a las de los cipreses comunes. Sin embargo, y aunque los hinoki tengan una relación más o menos estrecha con la esfera de lo sagrado, no son árboles de luto, sino de luz y trascendencia.
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Y hasta aquí nos ha llevado la senda de hoy, una senda que ya tengo bastante conocida porque no es la primera vez que comparto cosas sobre cipreses: hace ya un tiempo que colaboré en un artículo cipresino junto con Lucía y Laura, amigas divulgadoras al frente de proyectos como Las Hojas del bosque o Las plumas de Simurgh respectivamente. El artículo está colgado en el blog Las hojas del bosque, y allí salen muchas anécdotas que no he tocado en este capítulo, como el interesantísimo —y nada fúnebre— papel cultural que tiene el ciprés en la cultura persa.
¡Ah! Y por cierto, para quien tenga interés en plantas de cementerio, existe un librito de Celestino Barallat titulado Principios de botánica funeraria, que es francamente genial.
Estos días mis redes sociales están un poco copadas con el lanzamiento de El libro de las plantas olvidadas, que ya está en las librerías, así que no habrá mucho movimiento cipresino, pero pásate por Facebook por si acaso tengo un ratillo para compartir algo sobre cipreses… quizás sobre hinoki, dado que ahora tengo material fotográfico para parar un tren! Ya sabes que me encuentras como @ainaserice :)
Y las transcripciones de estos capítulos, lentas pero seguras, irán apareciendo en el blog Imaginando Vegetales; puedes encontrarlas en podcast.imaginandovegetales.com (ya sé que en el capítulo pasado te di otra dirección, y sé que no termina de funcionar bien… por eso, me he sacado un plan B de la manga: podcast.imaginandovegetales.com).
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Siguiendo el camino bordado de cipreses atravesamos los campos teñidos de otoño, hasta llegar a orillas del agua: un lago, en cuyas orillas más o menos someras viven las esbeltas protagonistas del siguiente capítulo del podcast. Si no has adivinado aún su identidad, allá van otras tres pistas: la primera… fuego.
La segunda… espada.
Y la última… sillas.
Si se te ocurre de quién estoy hablando y quieres compartirlo…
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Y dicho esto, no me queda más que que agradecer a los cipreses su densa sombra y leño perfumado, agradecerte a ti la compañía, desearte un feliz día…
¡y que la clorofila te acompañe!
{Agradecimientos especiales a: Cristina Llabrés y Evaristo Pons por la música, y a Mabel Moreno por el diseño del logo <3}
Gracias por un precioso post Aina. Lo primero que llegó al jardín de mi casa fue un ciprés. Nadie lo entendió ;) pero a mí su porte siempre me ha gustado mucho. ¡Hay que rescatarlo de su fama!
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Jajajajaja EXACTO! Rescatarlo de su fama es una descripción perfecta jajajaja con lo bonitos que son… te alabo el gusto ;)
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