… y en la diversidad desafiarlos
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Al son de: Loreena McKennitt, Kecharitomene
Mil años antes de que Pitágoras soñase la música de las esferas, la esencia de todas las plantas del mundo latía en una rama de granado.
Situémonos: nos hallamos en las tierras del actual Irán, donde se cuenta que, hace mucho tiempo, vivió un profeta que cantó la forma de distinguir el orden y la confusión, el bien y el mal.
Cantó al fuego sagrado, que se convirtió en el signo identificador más importante de sus seguidores con el paso del tiempo.
Cantó al agua, protagonista de los ritos más importantes del culto, para purificarla y vivificarla.
Este profeta de leyenda era Zoroastro (o Zarathustra), y si no llega a ser por el granado, lo cierto es que no te lo habría presentado, ni habría mencionado la religión que lo erige como “padre fundador”: el zoroastrismo.
Y es que hace tiempo que le doy vueltas a la idea de la granada.
Punica granatum, especie casi única en su género y, hasta hace poco, también en su familia (las Punicaceae, hoy desaparecidas; la granada y su hermana, Punica protopunica, han pasado a la familia de las Litráceas, la misma a la que pertenece la alheña).
Punica granatum, cuya fruta está experimentando un renacer de popularidad en el mundo (sobre todo) anglosajón, alabada como superfruta, superantioxidante, supersana, supertodo.
Hace años que investigué sobre ella, porque me cae bien. Es un arbolillo con tendencias arbustivas, humilde; nadie parece hacerle mucho caso —incluida mi familia, que tiene un granado renqueante junto al gallinero, olvidado desde… bueno, desde siempre.
Ni siquiera yo era especialmente fan de las granadas, que nunca me habían llamado mucho la atención hasta que empecé a investigar su cuarta dimensión.
Fue entonces cuando las descubrí cósmicas, paradójicas, fascinantes.
Y empecé a pensar en el granado como en la planta total, capaz de abrazar al mundo entero. Seguir leyendo